Luis Hipólito Bazaga Labrador "El Rey"
Nacido el 22 de agosto de 1894 en Santa Cruz de la Sierra y vecino de Garciaz. De oficio, agricultor, casado y padre de ocho hijos. Fusilado en Zorita el 17 de septiembre de 1936, a los 42 años de edad.
Testimonio recogido por el investigador Javier Martín Bastos
“Garciaz siempre estuvo dividido entre una parte muy fascista, y otra parte muy roja. El pueblo chocaba continuamente. Hubo unos rencores tan grandes que la gente llegó a matarse. Los hombres como mi padre se reunían en la Casa del Pueblo, para discutir los problemas de los trabajadores. Un día de julio sonaron las campanas de la Iglesia, nos dijeron que había estallado la guerra. La mitad de las personas como yo, que tenía trece años, no sabía lo que aquello significaba. Ese mismo día, una partida de hombres fue a Cáceres, para ver lo que había sucedido, no volvieron porque fueron asesinados por el camino, mucha gente sacó sus camisas azules, y los fusiles a la calle, nosotros nos preguntábamos de dónde habían salido. Semanas después empezaron a llegar camiones, en donde metían a los hombres y se los llevaban, y para avisar a la gente, tocaban las campanas de la Iglesia. Mataron a mucha gente. Los perros traían restos de cadáveres. Tiemblo al recordarlo. Ese verano mi padre estuvo trabajando en una finca; Un día, cuando terminó lo que estaba haciendo regresó a casa. Se sentó en la puerta, mi hermana y yo estábamos con él, con unos vestidos rojos que mi madre nos había hecho el verano anterior. Pasaron un tío mío y dos hombres más, le dieron las buenas tardes a mi padre y continuaron su camino. Cuando habían recorrido unos metros, uno de ellos se volvió y dijo: “¡Oye Luis!, ¿Por qué no les quitas a las muchachas esos vestidos colorados? Por que estáis provocando... Te pasas por el cuartel y se los tiñes con unos tintes azules que tenemos”. Mi padre sonrió un poco y no dijo nada. Esa misma noche a las tres de la madrugada llamaron a la puerta. Mi padre preguntó, desde fuera le llamaron por su nombre y le dijeron que abriera: “No te asustes Luis, no pasa nada, hemos estado revisando unos documentos en el cuartel y queremos que vengas con nosotros a hacer unas declaraciones”. Se llevaron a mi padre, todos nos echamos a llorar porque sabíamos que le iban a llevar preso, ya habíamos visto como la gente se iba y no volvía, y las familias los lloraban. Salimos corriendo detrás de él, pero mi padre se volvió y le oí decir claramente: “No tenéis que llorar por nada, porque quién no ha pecado no necesita confesor”. Lo llevaron a la cárcel. Cuando amaneció, el ayuntamiento estaba lleno de hombres. Los fueron sacando poco a poco para matarlos, pero a mi padre lo seguían reteniendo. Se llevaban tanto a hombres como mujeres en camiones, y los mataban en Zorita y Logrosán, en las carreteras, en los puentes, donde fuera... Pensábamos que no le iban a hacer nada, pero al quinto día, diecisiete de septiembre de 1936, lo sacaron de la cárcel y llevaron a las mujeres presas allí, y lo encerraron en el teatro, al lado de la Iglesia. Fueron las últimas noticias que tuvimos de él, no volvimos a verlo nunca más. Nada más enterarnos fuimos al teatro, mi madre, mi tía y yo, pero allí ya no estaba. Un hombre se acercó a la ventana y mi madre le dijo que avisara a mi padre para darle una yema de huevo, porque llevaba muchos días sin comer nada. El hombre respondió a mi madre: “Antonia, vete a casa, que a Luis se lo han llevado para matarlo, como nos van a matar a nosotros”. Mi madre se echó a llorar, se tiró al suelo y se arrastro unos metros, recuerdo que las rodillas le sangraban. Después se fue a la ermita de la Caridad a pedir a Dios que no fuera cierto. No sabemos con seguridad donde lo mataron. Tampoco pudimos averiguarlo porque no dejaban a la gente andar por las carreteras. Pensamos que lo enterraron en Zorita. Hubo personas que nos dijeron que se había escapado a zona roja, pero nosotros no volvimos a saber nada de él, ni de los seis hombres que lo acompañaron: Andrés “Chichero” (muy amigo de mi padre), Isaac Saavedra, Juan Serrano Ríos, Antonio Gil Rayo, Antonio Gil Fernández. Nos dijeron que los enterraron a todos juntos en una fosa común de Zorita. Cuando pudimos, fuimos al lugar que nos habían indicado, pero no vimos nada.
A muchos hombres de Garciaz los mataron los propios hombres
del
pueblo, pero a
mis
padres y a los otros que iban aquel día con él se los llevó la Guardia Civil.
A partir de aquello nos empezaron
a hacer la vida imposible. Ha pasado mucho tiempo,
pero ahora podemos
hablar y que la gente sepa toda la verdad. Hubo personas,
familiares nuestros, que pudieron habernos ayudado, pero tenían tanto miedo que no se
atrevieron. Mi madre, después de aquello, estuvo bastante tiempo sin dirigir la palabra a
muchos de sus familiares. Escuchamos que un tío materno mío, guardia falangista,
ofreció a mi padre escaparse y él no quiso. Yo creo que es falso, él se habría marchado.
La noche que se lo llevaron estaba
muy tranquilo, aunque
era socialista y participaba
en
todas las reuniones de la Casa del Pueblo, sabía que no había hecho daño a nadie, aunque para quienes lo mataron,
era razón suficiente. Él siempre estuvo con los obreros
y nunca se escondió. Él creía que estaba respaldado por la familia de su mujer: El alcalde, el médico, el jefe de la falange... Mi madre se había criado con gente importante del pueblo, así que, mi padre estaba confiado: Creía que no le iba a pasar nada, y menos,
estando su mujer embarazada.
Yo me acuerdo
de todo esto porque tengo buena memoria, y porque me pilló en una
edad en la que todo se queda grabado en la mente. Todo aquello me marcó para
siempre.
Una anécdota que recuerdo muy bien:
Estaba un día en la plaza con una prima mía, y yo llevaba un cinturón
que era como una correa, se me acercó un falangista, me tiró del cinturón, me lo
quitó y me dijo: “Qué
bien... Me voy a ir a la guerra con el cinturón de una roja”. Aún recuerdo la expresión de su cara. Mi prima empezó a gritarle y a insultarle, pero yo
me
callé, estaba muerta de miedo.
Recuerdo también, que una vecina nuestra, mujer de un falangista, sacaba
a secar los pantalones de su marido, y decía tan tranquila: “Ay que ver este hombre, como trae
todas las noches de sangre los pantalones, se quedan de pie solos”.
Que los hombres
luchen entre ellos en el campo de batalla es ya difícil de entender,
pero ver como matan a personas como si fuesen perros
es muy duro. Matar a un
hombre
de cuarenta y tres años con una mujer embarazada
y con siete hijos además... es
incomprensible.
El día que se llevaron a mi padre, mi madre y Petra “Chichera” mujer de Andrés Rodríguez “Chichero”, salieron a la carretera a buscar el camión, pero no llegaron muy
lejos porque
las
vieron,
las
persiguieron y tuvieron
que
esconderse debajo de un pequeño puente llamado “La alcantarilla”,
si las hubieran encontrado, también las
hubieran matado.
Un día de abril, al amanecer, con mi hermana Luisa recién nacida, mi madre nos
recogió uno
por uno y huimos del pueblo porque habían empezado a amenazarla, y también querían
“pasearla”. Salimos de Garciaz con dos familias más, pero estas se volvieron al
poco de iniciar el camino. Atravesamos la carretera de Logrosán y estuvimos tres
días andando hasta llegar a Pela, en donde nos esperaban. Allí nos recibieron con
mucha alegría, y nos prepararon una gran comida, como si fuéramos
unos héroes. Mucha culpa de que nos marcháramos la tuvo el hecho de que nos hubiera
dicho la gente que mi padre escapó. Ese día que nos fuimos, según nos contaron años
después, el cura comentó en el sermón del día: “Yo sé de una gallinita que se ha
marchado con sus ocho polluelos. Ya veremos lo lejos que llegan”.
Mi madre era una mujer que no estaba dispuesta a someterse,
ni quería la caridad de su familia. No lo soportaba, y menos aún cuando podían haber
echo algo por ella, por su marido, y no lo hicieron cuando debían.
Nos instalaron en Navalvillar de Pela hasta que marchamos a Caracuel
de Calatrava, en Ciudad Real, en donde permanecimos en casas de refugiados hasta
que acabó la guerra. Yo cogí el tifus y me puse muy enferma por lo que mi madre
tuvo que estar a mi lado día y noche, mi hermana Antonia, (unos años más pequeña
que yo) se encargó de cuidar a mi hermana Luisa, la cual no llegó nunca a conocer
a su padre. A mis hermanos los metieron juntos en una casa.
Mi padre y mi madre se conocieron en Garciaz. Él era diez años
mayor que ella. La familia de mi madre nunca aceptó a mi padre, porque era de origen
humilde, y la familia de mi madre tenía tierras y dinero.
Recuerdo a mi padre perfectamente, pese a que era sólo una jovencita.
Recuerdo que no le gustaba trabajar en el campo, le gustaba más la fábrica de harina,
y si trabajaba allí era porque tenía que mantener a todos sus hijos, no le quedaba
más remedio. Le gustaba ir a la feria de ganado, le gustaba mucho cantar, era un
hombre alegre y le gustaba divertirse, pero era un hombre honrado, con muy buenos
sentimientos. Le recuerdo vestido con su blusón blanco y su sombrero negro de ala
tiesa. En el pueblo lo conocían como Luis “El rey” y a mi madre como Antonia “La
reina”, el apodo le venía por su apariencia y trato con los demás; pese a que no
tenía una peseta, era muy generoso y le gustaba ir siempre arreglado. Tenía un pelo
negro precioso, pero tras esos días que pasó en la cárcel, del miedo y la pena,
nos dijeron que se le quedó completamente blanco.
Mi madre, que salió adelante ella sola con ocho hijos a los
que alimentar, no volvió a ser la misma, siempre tuvo presente el asesinato de su
marido. Salió aún joven de Garciaz, con 33 años. Allí tenía su casa y su familia,
pero nunca quiso regresar y nunca volvió a mencionar a mi padre. Tras la Guerra
nos fuimos a Cáceres; mi madre, mi hermana Pepa y yo, nos
pusimos a trabajar
como sirvientas,
mis seis hermanos pequeños entraron en el Colegio de la
Diputación para huérfanos de guerra.
Sólo cuando
estaba a punto de morir, a mi madre le asaltó su pasado, y quiso ver por última
vez el pueblo donde conoció a mi padre y donde intentaron crear una familia.
Esto fue lo
que realmente pasó durante aquel septiembre, mi padre no murió (como muchas personas
quisieron hacerlo ver), a mi padre lo mataron junto a seis hombres más, y los tiraron
a una fosa común como animales. Aún no hemos podido recuperar sus restos y enterrarlo
dignamente, esa es nuestra gran pena, que tenemos aquí, clavada dentro...
Podría contar muchas cosas más sobre la guerra, pero serían muchas historias de tristeza y de penuria, más tristes de lo que mucha gente puede imaginarse. La tragedia de la guerra sólo puede comprenderla quien la ha vivido”.
Testimonio de Teresa y Antonia Bazaga Casares (hijas de Luis Bazaga Labrador), recogido en 2004 en Belvís de Monroy (Cáceres). |
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